Cada vez que celebramos la ordenación de nuevos sacerdotes se nos presenta una oportunidad para reflexionar sobre el don y el misterio del orden sacerdotal en la vida de la Iglesia.
Todos los miembros de la Iglesia se benefician del ministerio de los sacerdotes. Los sacerdotes, los obispos e incluso el mismo papa León dependen del ministerio de los sacerdotes para su vida sacramental. Nadie puede convertirse en sacerdote por sí mismo. Ciertamente existen diferentes estados de vida en la Iglesia – clérigos, laicos, religiosos consagrados – sin embargo, cada miembro de la Iglesia, independientemente de su estado de vida, es un discípulo necesitado del ministerio sacerdotal.
A san Juan Pablo II le gustaba citar a san Juan María Vianney, el cura de Ars, que decía: “El sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”.
Jesús es el Cordero Pascual que reveló el amor del Padre y derramó todo su ser por nosotros en su encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección. Es a través del santo sacerdocio que Jesús sigue derramándose para su pueblo.
Cada uno de los siete sacramentos es un signo exterior visible instituido por Cristo, que transmite su gracia invisible. El Sacramento del Orden Sagrado manifiesta la participación en la misión que Cristo confió a sus apóstoles y a sus acompañantes.
El sacerdote es un hombre ordinario configurado sacramentalmente con Jesucristo para que pueda ser un signo eficaz de la presencia de Jesús con su pueblo y para cuidar de él. El Buen Pastor sigue acompañando a su pueblo a través de la humanidad de sus sacerdotes.
Nuestra reflexión sobre el gran don y el misterio del sacerdocio nos lleva a una mayor conciencia de la presencia y la acción de Dios en nuestras vidas. También puede llevarnos a tomar conciencia de que los sacerdotes no caen del cielo, sino que proceden de hogares, familias y parroquias comunes. Al igual que el pan y el vino de la Eucaristía proceden de los campos de trigo y de los viñedos, y el agua del Bautismo de la lluvia y de los ríos, el hombre llamado a ser sacerdote procede de una familia y de una parroquia.
Es una gran bendición en la vida de una parroquia cuando un hijo de la misma, después de un periodo de discernimiento y formación, es ordenado sacerdote. La experiencia de alguien que es llamado de entre nosotros permite comprender mejor el aspecto humano del sacerdote y su sacerdocio. Ver celebrar Misa por primera vez a alguien a quien has visto crecer es un momento profundamente conmovedor.
Los sacerdotes que servirán a las futuras generaciones de nuestra arquidiócesis están hoy en las bancas de sus parroquias. Algunos ya han comenzado a escuchar el misterioso llamado del Señor que los invita a considerar la posibilidad de una vocación al sacerdocio.
Necesitamos jóvenes que conozcan y amen al Señor Jesús. Jóvenes que, como dijo el papa Francisco, estén convencidos de que “no es lo mismo haber conocido a Jesús que no haberlo conocido”.
Necesitamos hombres que tengan hambre de almas, que digan como san Pablo: “Ay de mí si no predico el Evangelio”. La Iglesia necesita hombres de servicio y de comunión dispuestos a dar la vida por el bien de sus hermanos y hermanas.
Nuestros tiempos requieren pastores valientes, capaces y preparados para guiar con confianza por el camino de la verdad.
Este 28 de junio, el Señor proveerá dos nuevos sacerdotes para el Pueblo de Dios en la Arquidiócesis de la ciudad de Oklahoma. Damos gracias a Dios por el don del padre John Grim y del padre Jonah Beckham. Su ordenación es para nosotros un signo de la fidelidad de Dios y de la constante renovación de la Iglesia por obra del Espíritu Santo.
Los imperios se levantarán y caerán, pero la Iglesia Católica continúa renovándose en cada nueva generación. Algún día estos jóvenes sacerdotes recién llegados serán sabios sacerdotes ancianos, y serán testigos de la ordenación de sacerdotes que ni siquiera han nacido. La misión seguirá siendo la misma aunque el mundo en el que se encuentre la Iglesia cambie.
Todavía habrá hombres a los que el Señor llame para entregar sus vidas como pastores al servicio de sus hermanos y hermanas. Las almas precisarán de los cuidados y del acompañamiento del Buen Pastor, que no cesará de llamar y suscitar sacerdotes que sean signos e instrumentos de su gracia y de su misericordia.