El 22 de octubre celebraremos la festividad de San Juan Pablo II y muy probablemente muchos de los que estén leyendo esta columna tendrán recuerdos personales de su vida, su ministerio y su testimonio valeroso.
No solo aportó un nuevo impulso y renovación a la vida de la Iglesia, especialmente entre los jóvenes, sino que también fue una figura destacada en el ámbito internacional, contribuyendo incluso al colapso del comunismo soviético.
Yo tengo muchos recuerdos entrañables relacionados con los muchos años que duró el pontificado de San Juan Pablo II. Él era el papa cuando fui ordenado sacerdote, él fue el papa que me nombró obispo, y tuve el gran privilegio de conocerlo meses antes de su paso a la vida eterna.
No puedo evitar recordar su delicado estado de salud durante los últimos años de su vida, cuando un hombre tan activo y robusto que había sobrevivido a un intento de asesinato quedó reducido a meramente una sombra de su entereza física de antes.
Pero sin duda, el mayor testimonio de su fortaleza fue su digna y paciente entrega durante su larga lucha contra el Parkinson. En un mundo que huye del sufrimiento y adormece el dolor, San Juan Pablo nos mostró la dignidad inherente de cada vida humana y el poder redentor de unirnos a Cristo en cada etapa de la vida.
En cierto sentido, el Santo Padre anticipó su propio testimonio final con una poderosa carta que escribió a la Iglesia universal años antes de comenzar a vivir con los efectos de su enfermedad. En 1984, tres años antes de sobrevivir al intento de asesinato, fue autor de la Carta Apostólica “Salvifici Doloris”, sobre el significado cristiano del sufrimiento humano, promulgado en la Jornada Mundial del Enfermo.
En esta carta, el santo pontífice predicó la verdad del Evangelio en medio de la realidad ineludible del sufrimiento. Es muy frecuente mencionar que la realidad del sufrimiento humano es la razón por la que muchos dudan de la existencia de un Dios bondadoso y amoroso. De manera magistral, San Juan Pablo II le da un giro radical a esa falsa versión y demuestra cómo el sufrimiento es el mayor indicador no solo de nuestra dignidad, sino también de la presencia constante y redentora de Dios entre nosotros.
Señala que la respuesta de Dios al sufrimiento humano no es filosófica ni abstracta. No es un argumento ni un silogismo. Su respuesta es asumir nuestra fragilidad humana y sufrirla con nosotros. Dios no deseaba el sufrimiento para la familia humana, sino que fue nuestro pecado el que trajo el sufrimiento y la muerte a su hermosa Creación. Pero Dios no nos abandonó en nuestra tribulación, sino que vino a acompañarnos en medio de ella.
Dios sólo permitirá el sufrimiento si puede utilizarlo para sus buenos propósitos. En lugar de eliminar nuestro sufrimiento, decidió adentrarse en él con nosotros e invitarnos a asumirlo junto a Él. Él quiere que tomemos nuestra cruz y le sigamos, que suframos con Él por la redención del mundo.
Nuestros propios sufrimientos no son buenos en sí mismos y Dios no se glorifica en lo que es grotesco, pero lo permite para poder transformarlo. La fealdad y el terror del sufrimiento se renuevan cuando Cristo comparte nuestro sufrimiento y padece el suyo propio. San Juan Pablo enseña que cuando compartimos el sufrimiento de Cristo, portamos en nosotros una parte de la redención del mundo. Unir nuestro propio sufrimiento al de Cristo se transforma en un tesoro inestimable lo que, según la lógica y los cálculos del mundo, es una maldición.
El cristiano que sufre recibe una poderosa invitación de Cristo para compartir su Pasión. La verdadera belleza y el testimonio más contundente de la Iglesia no reside en sus numerosos tesoros artísticos ni en otros logros, sino en la vida silenciosa y santa de sus fieles.
Esto me quedó muy claro cuando fui testigo de los sufrimientos y las recientes muertes del arzobispo Beltrán, el padre Joe Jacobi y el padre Linh Bui, a quienes el Señor permitió compartir íntimamente sus sufrimientos y muerte. Cada uno se convirtió en un símbolo de Cristo.
De manera especial, quiero expresar mi solidaridad y mi preocupación por quienes están pasando por un período, especialmente si está siendo prolongado, de sufrimiento físico, mental o espiritual. No te sientas abandonado, porque no estás solo en tu sufrimiento o dolor, más bien estás siendo amado y visto por Cristo.
De hecho, Él está tan cerca de ti que te invita a vivir en unión con su sufrimiento carnal. Los invito a unir su sufrimiento al de Cristo y a ofrecerlo por la conversión de los pecadores, especialmente por los católicos que están alejados de la Iglesia.
El valor espiritual y el poder que tal acto tendrá para la salvación de las almas y la redención del mundo es incalculable. Gracias por tu ofrenda.
Que Dios te bendiga y te proteja mientras caminas con Él hacia la nueva vida que Él te ofrece.